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Shyra Gosurreta Gravina
 

 

 

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UN CUENTO DE

MEMORIAS DE
UNA BRUJA IV
HISTORIAS DE LA VIDA REAL



Ludy Mellt Sekher©

Capítulo VII.
LA LECHUZA



“Debajo de tu cabeza, cual suave edredón,
pone en tu humilde belleza un violento color.

Alfredo Zitarrosa.

Los domingos era rutina levantarme temprano y perderme buscando libros y otras cosas por la feria de Tristán Narvaja. Ese día me deslicé suavemente de la cama. No quería despertar a mi marido, que aprovechaba los feriados para dormir hasta más tarde. A pesar de mi silencio, se despabiló.
—¿Te caíste de la cama? —preguntó asomando su rostro para mirarme.
—Voy a la feria, viejito —contesté con temor a sus conocidos rezongos.
—¡No te vayas a traer otro bicharraco o animal, que ya tenemos un zoológico! —dictaminó autoritario conociéndome muy bien.
—¡El mejor bichito que tengo sos vos! —gateé por arriba de la cama y lo asalté estrujándolo con apasionado abrazo y muchos besitos.
Cuando ya me iba, repitió su advertencia:
—¡No vayas a comprar otro pájaro o lo que sea! ¡Cualquier día tendremos que salir nosotros de acá para que se queden ellos! —sentenció haciéndose el enojado.
Repetí los mimos, dulce amor mío, y, claro está, llegué mucho más tarde a la feria.
Al regresar a mi casa, traía plantas, canarios, tortugas, ranitas, peces y... ¡una lechuza!
Mi esposo se agarraba la cabeza. Sin embargo, le gustaban los animalitos que yo había comprado, por más que pusiera cara de enojado. Siempre y hasta hoy es así: yo los compraba y después él los cuidaba.
Pues bien, los canarios fueron a las jaulas, ranitas y tortugas al jardín, peces a las cuatro peceras, las plantas distribuidas por toda la casa. Hasta en el baño puse una enredadera. Pero a la lechuza había que dejarla suelta.
"¿Y las gatas ? ¡En que lío me meto!" Subí la lechucita sobre la mesa de la cocina atada a un palito por la patita (Negrita se hacía cruces continuamente). Tenía la altura de una mano, era primorosa. Llamé a las gatas:
¡Nefert! ¡Victoria! ¡Vengan acá! —comparecieron las dos muy agazapadas, las puse sobre la mesa y les expliqué: —¡Pajarito sagrado, no tocan el pajarito! —con la intención de enseñarlas como lo hice con los otros pájaros. Se acercaron a olerla y la Señora Lechuza sacudió sus alitas extendidas haciéndose la fiera y mirándolas fijamente.
—¡PICHCHCHCHSSS! —chilló, y las gatas volaron espantadas de la mesa. ¡Nunca la molestaron! Pero yo no sabía qué hacer con la bichita, y llamé a papá.
—Papito, me compré una lechuza, ¿qué hago? ¿Dónde la pongo? ¡O mi marido me mata, o las gatas se la comen!
—¡Qué bueno! La voy a ver ahora mismo y te explico —contestó y colgó.
A los cinco minutos estaba en casa (adoraba más que yo a los animales), y me enseñó el modo de hacerle un nido. Cavamos una trinchera de un metro de largo y de mayor profundidad en uno de sus extremos, le colocamos unas lanas y pajas para el nido, y arriba para taparla le pusimos una loza grande y alargada dejando la parte más lisa descubierta para que entrara la lechucita. La llevamos y se metió rápidamente.
Problema resuelto con la complicidad de mi padre que amansó a mi marido. Negrita continuaba santiguándose.
De noche la lechucita salía a cazar insectos, y a su vez vigilaba la casa, porque si alguien andaba cerca chillaba como loca.
Como de costumbre, el lunes yo tenía que trabajar. Era un día caluroso y de mañana me instalé el desayuno en una mesa del patio junto a la piscina, para disfrutar el placer incomparable de recrearme viendo aquella belleza. Caminé un poco recorriendo el jardín. La lechuza asomaba su cabecita desde la puerta de su madriguera. Cuando yo iba por atrás, había que verla dar vuelta toda la cabecita y mirarme con sus ojos grandotes y hacerme guiñadas. ¡Qué delicia!
—¡Zeñora, eze bicho ez de mal agüero! —insistía Negrita persignándose.
¡No creo en el mal agüero! Pobrecita, es divina. ¿Querés apostar que trae suerte? —contesté segura de lo que decía.
—¡No! ¡No trae zuerte, no! En Ezpaña ziempre da mala zuerte —seguía y seguía Negrita agobiándome con lo del mal presagio.
¡A la que le va a traer suerte es a ti, vas a ver! —la desafiaba una y otra vez, pensando: “Si soy bruja, yo misma voy a atraer la buena suerte”.
Fueron pasando los días, rutinarios, alegres, complicados, con gente feliz y gente desdichada. Las alternativas de siempre. En tanto, yo observaba a Negrita muy cambiada. Se arreglaba más, salía más seguido, incluso un día se atrevió a salir con el pelo suelto. ¡Mmm, en algo anda esta gordita!, cavilaba mientras la veía deambular por la cocina y cuchichear con Susana.
Era una española muy, pero muy buena. Viuda. Tenía cincuenta y cinco años en aquel momento, y hacía diez años que trabajaba en mi casa como cocinera (la mejor del mundo para mí). Gordita de caderas redondas y busto grande, con piernas muy bien formadas. Acostumbraba sacar cáscaras del nogal para lavarse el cabello, y con eso mantenía renegrido su pelo, largo hasta la cintura y recogido en un eterno moño. A veces me recordaba a Lola Flores, cuando cantaba. Era bonita de cara, con una agradable sonrisa de perfectos dientes (cuando los mostraba), generalmente muy seria. Hablaba poco, pero cuando lo hacía decía grandes verdades. Siempre se ataba un pañuelo en la cabeza al estilo gitana para cocinar.
Había vivido en Andalucía y sufrido muchísimo en su niñez y juventud. Mientras estuvo casada padeció la violencia de su marido, que le pegaba; tuvo dos hijos y después que el esposo falleció se vino con ellos a Uruguay. En ese momento los dos estaban casados trabajando muy bien y le habían dado la felicidad de un nietito.
De tarde, puntualmente, dormía su sagrada siesta de una hora. Se levantaba muy temprano, horneaba el pan casero (¡un manjar!), pasaba largas horas preparando salsas y dulces que luego guardaba en frascos herméticamente cerrados, cuando no hacía tortas o galletitas. No había nada que la sacara de la cocina.
Cierto día en que me encontraba cerca de la cocina, escuché sin querer que Susana le susurraba: "¿Y porqué no hablás con la Señora? ¡Ella te puede ayudar!".
Me extrañó que le ocurriera algo y yo no fuera la primera en saberlo, como siempre había sucedido. Sin embargo, presentía que sería algo bueno. No quise entrometerme y esperé que ella viniera a mí.
A la tarde siguiente me encontraba leyendo “El arte de amar” de Erich Fromm en mi escritorio, aprovechando que no tenía gente para atender. ¡Toc, toc, toc!, sonó la puerta.
Sí, pasá —dije pensando que era Blanze.
—Zeñora, ¿puedo hablá con uzté? —asomó su carita redonda con temor.
¡Cómo no? Negrita, entrá, sentate —cerré el libro y lo coloqué en la biblioteca mientras ella tomaba asiento como no queriendo lastimar el sillón. Cuando me di vuelta y la miré observé que sus caderas parecían bailar en el borde.
Sentate cómoda y tranquila.
—No, ya me voy, no quiero hazerla perder zu tiempo que ez de oro.
No me irás a decir que te querés ir de acá —sonreí.
—¡No! ¡Ezo nunca!... No ze vaia a reír, por favor... —hizo una pausa bajando los ojos hacia su falda—. Ando... enamorada —pronunció débilmente con los cachetes rojos.
¡Aleluya! ¡Cuánto me alegro! ¡De veras, Negrita!... ¿Y quién es el afortunado?
—No me lo va a creer... ¡Ez veinte añoz máz joven que yo! —contestó avergonzada.
¿Y... ? ¿Cuál es el problema? —repuse, pues no veía inconveniente ninguno.
—¡Eze! ¡Veinte añoz máz joven! —respondió tapándose la cara colorada.
La edad no importa, Negrita, lo importante es si te quiere, y si... ¿está libre?
—Zí, ez zoltero. Ez amorozo, me trata muy bien, pero yo tengo miedo que me engañe y ze ezté burlando.
Tú no sos boba, te darías cuenta... ¿Querés que te lea las cartas? —sugerí sabiendo que lo deseaba.
—¡Zi puede, zí! —expresó con humildad.
—Ludy, tenés gente —avisó Blanze.
¡¡Que esperen!! ¡Estoy con gente! —supongo que dejé sordo al intercomunicador, o la electricidad de mi voz lo quemó.
—¡Yo me voy y vengo dezpuéz! —dijo Negrita levantándose.
¡No!, te estoy atendiendo a ti. Tenés tanto derecho como cualquiera. No te preocupes. Sentate, ¡es una orden!
Se sentó obediente.
Y procedí a interpretarle las cartas. Es cierto que en varios aspectos yo sabía mucho sobre su vida, aunque igual se reflejaba en el Tarot, pero cuando llegué al susodicho personaje de treinta y cinco años:
— Mirá, te podés quedar completamente tranquila. Te ama de verdad, y te es fiel a muerte. Además te vas a ir a vivir con él y al cabo de un año, te casás —afirmé.
—¿Cazarme yo? ¡Ni loca! ¿Eztá zegura? —entre confundida y feliz.
—¡Sí, sí, sí! ¡Vas a ser muy feliz! ¡Por primera vez en tu vida, vas a saber lo que es el verdadero amor!
—Zí, pero fíjeze que cuando yo tenga zetenta, él tendrá cincuenta —indicó acongojada.
—Tú no te preocupes por el futuro, preocupate por vivir el presente, y contá conmigo para lo que sea, a cualquier hora, y en cualquier lugar.
—¿Le pareze que puedo ir a la cama con él, con ezta gordura? —mirándose.
—¡Por favor! ¿Qué tiene que ver la gordura? Además no tenés nada sobrante, estás llenita donde tenés que estarlo. ¡Va a tener de donde agarrarte, vas a ver! Esto va ser de novela. ¡Qué bueno!
—¿Eztá zegura de lo que dize? —muy inquieta me miraba con la cabeza inclinada hacia abajo y levantando las cejas.
—¡Olé, olé y olé! —grité parándome y haciendo gestos de toreo alrededor de ella—. ¡Claro que sí! Viví como Dios manda, no pierdas el tiempo —y sentándome volví a mirar las cartas.
—Pero, esperá... ¡yo conozco a este hombre! ¡No... me... digas... que... es... ¿¡ el lechero!? ¡Mi Dios, está tan bueno!
—¡Zí, ez él! —sonrió de oreja a oreja, y por primera vez le vi los hoyuelos en sus mejillas que parecían tomates.
¡Ah, Negrita, no lo pierdas! ¡Él te quiere! No te traumes ni por la edad ni por la gordura, por favor. Además está para comérselo... ¡Disfrútalo, mujer! ¡De una vez por todas!
—Bueno, mire que zi ze equivoca... ¡no le hago máz el flan de huevo!—contestó riéndose y amenazándome con el dedo. Se puso de pie dando por terminada la consulta, preocupada por la gente que esperaba.
¡Ja, ja, ja, te embromaste!, porque estoy segura que me lo vas a tener que hacer todos los días —respondí muy contenta por ella. Antes de que saliera no pude evitar decirle:
Esperá, a propósito, ¿viste cómo te trajo suerte la lechucita? —recordando sus augurios de terror.
—¡Zí, la verdá que zí! El nunca ze había fijado en mí, y el día que uzté trajo la lechuza, fue la primera vez que me dijo un piropo, y dezpuéz vino el romanze.
El lechero era un muy buen mozo de pelo renegrido, cutis blanco, y unos ojos celestes extraordinarios. Tenía su propio negocio, recorría el barrio en un carro refrigerado tirado por dos caballos (en aquel momento la leche se vendía en botellas) y se habían desparramado nutridos comentarios sobre su estampa. Yo lo veía muy raramente, porque venía muy temprano.
Al otro día de la consulta de Negrita, salí a comprarle un vestido. No cualquiera, sino uno como a ella le gustaba, el vestido de sus sueños: pollera plisada color celeste con rosas rosadas. Me costó un triunfo encontrarlo. También le compré ropa interior al tono, y le conseguí cartera y zapatos celestes. Todo el conjunto talle cincuenta, y el calzado treinta y ocho. Así que no era tan gorda como ella se veía.
Volví a casa emocionada y ansiosa de entregarle mi regalo. Rumbeé a la cocina.
Negrita, vení un momento a mi escritorio.
La sala de espera estaba llena, yo había regresado a las tres y media de la tarde, nadie sabía mi paradero y no quise comentarlo.
—Eztoy haziendo una torta, ya voy.
Esperé impaciente. Al fin entró Negrita.
Esto es para ti, quiero que te lo pruebes —anhelante por verle la cara.
—¡Jozúz, Zeñora! ¡Ezto ez pa mí?! ¡Mi Dioz! —se me puso a llorar.
La abracé con profundo cariño, la quería muchísimo y deseaba de todo corazón que fuera feliz.
Tú lo merecés, Negrita, probátelo.
Se puso el vestido de inmediato. Era su talle. Quedó bellísima.
¡Olé, olé y olé! ¡Estás divina, te queda fantástico!
Corrió el tiempo con ágiles pasos de ciervo. Estrenó el vestido la primera vez que se acostó con su enamorado. Eran unos amantes maravillosos. El lechero se portó muy bien con Negrita. Arregló la casa, compró cama de dos plazas y se la llevó a vivir con él. Ella continuó viniendo a cocinar.
Y acercándose la fecha de cumplir el primer año de romance, se prepararon para casarse.
Yo me veía en un gran aprieto para encontrarle el regalo de casamiento. Disponían de todo lo que hacía falta en un hogar, porque él había comprado lo necesario como para hacerla sentir una reina, incluso los electrodomésticos más sofisticados para la cocina.
Pocos días antes de la boda, mientras estaba desayunando en la cocina junto a ella, aproveché la oportunidad.
Negrita, no sé qué te voy a regalar para tu casamiento. ¿Qué precisás? —pregunté realmente indecisa.
Dio media vuelta desde el horno, donde vigilaba la preparación del almuerzo. En ese momento reparé en su ancho cinturón de elástico negro ajustándole la increíble cintura que tenía, y secándose las manos en el delantal, me miró con una cara que parecía decir: ¿Lo digo o no lo digo?
—Mire, con que uzté ezista, me bazta y me zobra —respondió con sinceridad.
No, en serio, ¿qué precisás? ¿Qué te hace falta?
—¿Quiere que le diga lo que me guztaría que me regalara? ¿De verdá?
Sí, sí, ¿qué querés?
—Zi no ze enoja... ¡Quiero la lechuza! —con temor de que se la negara.
¡Olé, olé y olé! ¡Te regalo la lechuza! —salté de la alegría por su pedido y más porque confirmaba que estuve en lo cierto cuando decreté que le traería suerte.
El quince de agosto se casaron, y ese mismo día se llevó la lechuza, pese a la pena que le causaba a mi familia desprenderse de ella. Pero en mi mente bichera se gestaba una idea ...
Me olvidaba: Negrita quedó obligada por siempre a hacerme los flanes de huevo.
Hasta el día de hoy viven en Las Piedras, le adjudicaron marido a la lechucita y tuvieron pichones.
La lechuza fue el gran amuleto de la buena suerte para Negrita. Después conseguí otra para mí, porque no iba a quedarme con el nido vacío, y esta vez mi marido refunfuñó doblemente... ¡lógico, me traje la lechuza con su compañero!
Así la suerte venía por partida doble, y mi idea se hacía realidad con cuatro alas.

 




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